Por qué fui a ver a Roger Waters: crónica de un show monumental.



Conocí “The Wall” en la secundaria, clase de filosofía, 16 años. El tema era la postmodernidad, la supremacía de los “ismos”, la era de la sobreabundancia de todo y el fin de las utopías.

“Me dijeron que era una película interesante, pero no pensé que era tan fuerte”, dijo la profesora, estremecida por las imágenes de un Pink preso de la locura, que se rasuraba cabello, barba y cejas frente al espejo, en un pasaje del film que Alan Parker presentó en 1982. Gran equivocación la de llevar algo a clase sin haberlo visto con anterioridad, aunque en este caso agradezco (¡y cuánto!) el error involuntario.

Tomé prestados algunos discos de Pink Floyd del living de un tío que nunca más volvió a reclamarlos. Y fue así que los días de lluvia, las cavilaciones existenciales de la adolescencia, los primeros golpes del amor, tuvieron banda de sonido.

Pasaron los años y los discos siguieron allí: para los momentos de soledad y los de rebelión contra el mundo o contra mí misma. Ya había advertido entonces, que un solo de guitarra podía perforarte el alma y que la letra de una canción traía consigo bastaste más que lo que parecía decir.

“Don’t be surprised when a crack in the ice appears under your feet”. Crecer es empezar a ver el mundo con todo su esplendor y toda su crueldad.


“The Wall” fue –es- para mí, uno de esos descubrimientos que abren grietas en la mente. Como Rayuela y todo Cortázar, como Demian de Hesse, como los discos de Charly.

Por eso fui a ver a Waters, idéologo de ese disco grande. No había razón ahora (las hubo cuando se presentó  en 2007 con Dark Side of the Moon) para perderme la posibilidad de estar ahí, frente al muro -aunque “frente” sea una forma de decir y en realidad deba decir “en diagonal,  desde arriba, casi en el cielo del gallinero”-.

En un principio se anunciaron dos fechas, y conseguí entradas para la primera. Pero al parecer en el país había más floydianos que los que yo creía, y la demanda alcanzó para completar nueve funciones: ¡nueve! estadios de River repletos. Más que los Rolling, más que Soda. Mucho, para un integrante de una banda mítica (pero “un” integrante al fin) que no venía precisamente a entregar un repertorio de hits, de “canciones que sepamos todos”, sino a presentar un solo disco, que es más bien una única canción en continuado, la historia de “un tal Pink” en clave de distopía.

Llegó marzo y los diarios se regodeaban en una frase de Roger Waters en la que afirmaba, frente a un periodista chileno (sí, chileno) que las Malvinas eran argentinas. Después nos contaron que se corrigió y dijo algo así como que “deberían serlo” y que todas las guerras son inútiles y que el colonialismo inglés. Es cierto, sonó un poco a demagogia, tan cerca de sus shows en nuestro país y en medio del debate instalado en torno al tema. Pero Waters enarboló siempre una postura antibelicista y sus dichos fueron, al fin y al cabo, consecuentes con ello. Y de cualquier modo, poco importa todo aquello.

Lo que sí importa es que el show fue tan enorme como el disco y me llegó con la misma intensidad que la primera vez que lo escuché. Y eso que lo escuché tarde.

Desde 1979 hasta hoy pasó mucho tiempo, pero hay historias que resultan atemporales, quizás porque revelan nuestra incapacidad como hombres de superar ciertas contradicciones, o nuestra facilidad para seguir levantando muros, por los mismos motivos que entonces, o por otros.


Roger Waters: Goodbye blue sky
Video: andrescanizales

La sensación de ese miércoles 7 de marzo fue la de estar en un anfiteatro gigante, envuelta en un mar de sonidos y luces, que parecía obligar a los sentidos a sumergirse en un estado de alerta permanente. "Ópera rock" publicaron por allí, y creo que es un término acertado.

“In the flesh” fue una invitación a un viaje de dos horas hacia las profundidades de la mente; un viaje en el que la psicodelia, cierto surrealismo, y el bombardeo de mensajes con clara intencionalidad política se fusionaron para relatar la angustia de un hombre (que es a la vez muchos hombres) atrapado en un mundo que le vende espejos de colores.

Debo decir que la puesta en escena, fastuosa, grandilocuente, no logra opacar el trasfondo: más bien lo potencia, logra que el efecto sea contundente. Se trata de un show sin improvisaciones: los fuegos de artificio, el avión que atraviesa el estadio y se estrella contra el escenario, la multiplicidad de sonidos que se superponen y hacen que uno voltee la cabeza hacia atrás una y otra vez, las proyecciones en la pared…todo está calibrado con la precisión de un reloj.

“Fear builds walls” se lee en las remeras de un grupo de chicos que corean la segunda parte de “Another brick on the wall”, y no pensamos ya en la educación autoritaria que censura poesías, sino en la posibilidad de que la educación sirva para aprender a vivir, a pensar y a pensarse, a germinar ideas propias, lejos de conformismos y lugares comunes. Y en las barreras que aún impiden eso, aunque no sea en forma de muros que dividen sino de brechas que alejan, de oportunidades con las que algunos ni siquiera pueden soñar.
“The Wall” expone las grietas de un sistema que cosifica al hombre y lo despoja de su humanidad. Que nos vende objetos-poder-sexo-dinero-drogas y que al final nos deja solos. Eso, si nos quedamos en la superficie, si no tiramos abajo algunos ladrillos.

Vuelvo al show. Me sorprendió la tranquilidad del público, que permaneció –salvo excepciones como “Run like hell”- sentado casi todo el espectáculo, con los ojos clavados en el escenario, sumido en el revoltijo de emociones. El estadio entero era un mar de luces, una ciudad en miniatura. Cámaras y celulares -nunca más un encendedor- registraron todo. Estar, sí, pero también compartirlo, subirlo, mostrarlo. Hubo picos de éxtasis: “Hey you” (para mí, lo mejor del disco), “Comfortably numb” (en la que los músicos realmente se lucieron); y momentos de ovación: Mother should I trust the goverment?”, seguida por la proyección de un letrero como respuesta: “No fucking way”.

Párrafo aparte merece el episodio del enorme cerdo inflable -símbolo inequívoco del capitalismo- que sobrevoló una de las tribunas y aterrizó en el campo-vip. La gente se tiró encima de él, lo masacró hasta dejarlo sin aire y hasta que algún encargado de seguridad lo retiró de allí. Bizarro. 

El cierre del show fue austero: los músicos uno al lado de otro para acompañar las frases finales de “Outside the wall”. Saludos de despedida y apagón de luces. Todo River de pie y el muro derribado. Cualquier pedido de “una más” (al mejor estilo argento) hubiera estado de sobra: el disco era principio y final, un círculo perfecto, eso lo sabíamos todos. Igual, detrás mío, un flaco pensó en voz alta: “entendemos, Roger, pero ¡qué lindo hubiera sido que volvieras con tu guitarra y nos regalaras Wish you where here!”. Creo que leyó la mente de varios de los que estábamos allí.

A la salida los panchos, los posters, los brazaletes rojos, los llaveros “con las fechas de los shows”. A alguien con bastante sentido de la oportunidad se le ocurrió vender remeras con las Islas Malvinas dibujadas en el pecho y la inscripción Roger Waters – The Wall”. Era otra vez el mundo con sus espejitos de colores.


Recomiendo ver la galería de fotos en Flickr de Luiz Edvardo, de la presentación del "The Wall live tour" en Berlín, en 2011.

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